Una de las cosas que más me enerva del castellano, especialmente de la zona de la que soy originario, es el extensivo uso de palabras como “maricón”, “maricona”, “mariconada” y de expresiones del tipo: “a tomar por culo” o “jodido”. Las primeras ponen de relieve una hostilidad hacia el homosexual per se; las segundas, hacia el hecho de adoptar el rol pasivo en una relación que se entiende necesariamente en términos peyorativos. Nadie jode sin que haya alguien a quien joda y eso no puede implicar, en cualquier caso, nada bueno.
La gran “paradoja” de todo esto es que buena parte de ese lenguaje sexista no refleja la forma de pensar de la mayoría de los hablantes. Tal vez sí la de los de hace unas décadas, pero ya se sabe que el lenguaje cambia despacio y la auténtica corrección política, esa que destierra del lenguaje palabras ofensivas aunque se suelan utilizar de forma “inocuamente” familiar, parece que no ha llegado aún a muchos hispanohablantes. El castellano refleja, no obstante, una mentalidad especialmente machista. El lenguaje lleva implícito la filosofía de un pueblo: determina como éste se expresa, construye su discurso, siente, piensa e, incluso, sueña. En castellano todo está en términos de lo masculino o lo femenino, de penetrar o de ser penetrado, donde lo primero, esto es, masculino (= penetrar) es lo bueno y lo segundo (= ser penetrado), lo malo. Si no, pensémoslo dos veces. “Esto es un coñazo” (relativo a la mujer), “estoy jodido” (estoy penetrado), “me han jodido” (me han follado), “que te jodan/jódete” (que te follen), “esto es cojonudo” (relativo al hombre), “nenaza” (para qué comentarlo).
Evidentemente todo este juego de palabras no surge del azar ni es inocente. Probablemente tiene sus raíces en la peculiar forma de ver la sexualidad de los romanos, con un ligero barniz judeo-cristiano posterior. Desde mi ignorancia, no puedo afirmar en qué medida el resto de lenguas romances esconden el mismo sistema de pensamiento. Lo que sí puedo aventurar es que no es inocente. La fuerte connotación moral que encierran expresiones de tal calibre suponen para el hablante casi una cárcel de la que no puede escapar: puede ganar conciencia de la trampa del lenguaje, pero, en el fondo, como sólo podrá formular su pensamiento en ese lenguaje, digamos que no puede dejar de programar en lenguaje binario en un ordenador porque es el único lenguaje que conoce el sistema. La inmensa mayoría de gais utilizan en mayor o menor medida patrones de lenguaje que perpetúan ese modelo de pensamiento, aunque les perjudique, del mismo modo que lo hacen las mujeres. Abstraerse completamente de esos mecanismos torticeros del idioma es una tarea imposible, más aún en términos inconscientes y a la velocidad del lenguaje hablado. Esto no quiere decir, por el contrario, que el castellano esté condenado eternamente a ser un idioma tan sexista. Poco a poco pueden limarse aristas y emplearse de un modo menos hiriente un idioma que, por ahora, suele reflejar única y exclusivamente la postura del varón blanco heterosexual con una carencia alarmante de empatía.
Es cierto que a muchos les toca los cojones (otra expresión fetén) que haya piji-verde-progres “metiéndonos el dedo por el culo” con el tema de la corrección política. Amigos tan sensibles con las minorías como la reina Victoria con las lesbianas, ya se han manifestado en contra de intentos de promoción de un lenguaje no sexista. Ya me manifesté sobre esto en otra entrada. El problema de estos intentos es que ignoran el problema de fondo: los idiomas son de los hablantes y mientras los hablantes sigan teniendo una mentalidad sexista (en buena parte cultivada por el propio lenguaje desde la más tierna infancia), cualquier intento de cambiar el lenguaje será estéril.